El viejo reloj de pared estaba a punto de marcar las 6 y media de la tarde... hasta sus agujas se marchitaban. Todo se hallaba en una calma espesa en la cocina.
Escondido tras un torre de palillos "made in Navalmoral de la Mata" y un bote añejado de sal marina, nuestro amigo observó con melancolía aquello que un día fue su territorio. Gozaba de una visión privilegiada desde su altiva posición dentro de la cocina y pasaba la mayor parte del tiempo viendo pasar a mamá y a papá de un lado para otro. "Ya no se movían con la soltura de antes... los años hacen mella..." suele pensar.
Llevaba varios años jubilado.
Todavía recuerda el día en que mamá trajo, como si se tratara de un día más, las bolsas de la compra con la comida y los productos de higiene. Algo nuevo se asomó de entre los paquetes. Era de mediano tamaño y sobresalía entre naranjas y limones. Nunca lo había visto antes. Las alarmas se encendieron cuando oyó a mamá decirle a papá: "mira lo que he comprado en el mercado, ahora ya no tenemos que moler el café, viene ya molido, así nos ahorramos un buen tiempo y además sale más barato".
Por aquel entonces, estaba en su momento más glamuroso. Solían ponerlo entre los cubiertos y la vieja radio. Por las mañanas le despertaban, le llenaban la cabecita de cafe en grano y le hacían girar su deslumbrante manivela. Ningún granito se le resistía. Alguna vez papá mencionaba la grandeza de "el arte de hacer un buen café" y a nuestro amigo se le hinchaba su pechito de hojalata lleno de orgullo, "yo formo parte de esa obra de arte" solía pensar...
Pero los tiempos habían cambiado. El esmalte reluciente de sus días de artista había ido desapareciendo y su azulada piel de metal se veía ahora rodeada de lunares de óxido. Ya no tenía la fuerza de antaño. Ahora no era más que un viejo molinillo de café.
Los peores augurios se cumplieron y, en un abrir y cerrar de manivela, su estatus de estrella del desayuno pasó a los anaqueles del recuerdo. No fue, digamos, una caída directa... poco a poco fue notando como su barriguita dejaba de dar el buen café molido que antes ofrecía a la vez que sus engranajes se iban mellando como los dientes de un anciano: era hora de dejar paso a "lo nuevo".
Se resignaba, con cierta melancolía, pensando que quizás con su retiro no sólo se perdía una determinada manera de "crear un buen café" sino también una forma de desayunar... y por qué no, una manera de vivir la vida.
Las 6 y media de la tarde según el añejo reloj y en la cocina había un ambiente seco y tranquilo. Nada se movía... Al instante, de la puerta que comunicaba la sala con el saloncito, apareció Mamá y un chico joven. Era alto y bastante desgarbado, vestía camiseta negra con algún superhéroe de comic dibujado en ella. Sus gafas y el corte perfectamente imperfecto de su pelo le recordaba a ciertos alumnos que había tenido Mamá en casa. "¿Qué hará por aquí?" -se preguntó nuestro protagonista.
...
-¿Así que tú eres amigo de Jorge? -Comenzó preguntando Mamá- ¿Y qué tal le va? ¿Ya acabó la universidad?
-Que va, Señora. Tiene para rato. Aún le faltan créditos para terminar 3º...
Tras sentarse en sendos banquitos blancos alrededor de la mesa y tener una escasa conversación acerca de la ocupación del chico, Mamá levantó el dedo señalando la zona donde nuestro amigo azulito descansaba.
-Pues es ese. Lo tengo en casa desde hace unos cuantos años, perteneció a mi Madre y cuando nos mudamos lo empezamos a utilizar para moler café porque a mi marido le gusta el café recién molido -Explicó Mamá- Ahora hemos comprado un molinillo eléctrico y.. bueno, nos da pena, pero ya no usamos este.
-Oh, es genial!! -Dijo el chico levantándose de una vez del banquito- Pensé que estaría más machacado pero la verdad es que está casi como nuevo.
-Sí, pero no te voy a negar que ya no muele el café como antaño -Reconoció Mamá.
-No se preocupe por eso, señora. Eso es lo de menos para mí.
-Claro, claro. -Concedió Mamá- Pues nada si te gusta, por 10 euros es todo tuyo.
-Perfecto, pues me lo llevo enseguida que tengo que ir todavía a hacer algunas cosillas.
Cuando terminaron la transacción económica, Mamá cogió del lomo al bonito molinillo y se lo entregó en una bolsita al Chico.
-Pues aquí tienes. Un placer y dale un abrazo muy fuerte a Jorge si le ves.. es una pena que se haya echado a perder, era una chico tan aplicado en el colegio...
-Gracias, señora. Ya le diré que le manda saludos "su profe favorita" como suele decir él.
3 minutos después nuestro amiguito asomó el hocico por el ojo de la bolsita y vió pasar la ciudad a toda velocidad. Estaba en el asiento del copiloto del Chico joven... Nunca había visto nada parecido. Estaba anocheciendo y ya se habían prendido las primeras farolas. El coche fue recorriendo la ciudad a toda velocidad con el ritmo que le daba algún grupo de música rock de los que solían emitir por la radio.
Por fín, unos quince minutos después llegaron al destino. El chico aparcó el coche, apagó el motor y las luces, cogió su nueva adquisición y se dirigió al portal que estaba enfrente. Tras unos minutos de ascensor tuvo una pequeña conversación con la vecina en la que la señora le trasmitia su alegría al haber visto al chico en la tele ("Cuando le ví en la tele, avisé a todo el vecindario! estábamos todos la mar de contentos!"). Parecía que el chico estaba acostumbrado a que le dijesen ese tipo de cosas ya que no se inmutó demasiado. Sonrió, le explicó cómo era en persona el presentador (a petición, por supuesto, de la vecina) y se dirigió a su puerta.
El piso del chico era todo un museo de cosas viejas. Una columna de vinilos presidía el centro del salón y todos los aparatos debían tener más de veinte años, salvo el portatil que había encima de una mesa de madera al lado de la ventana.
La bolsita dejaba entrever la cantidad de cosas que Mamá hubiera tirado hace tiempo de vivir en aquella casa. Posters gastados, un par de maletas viejas acostadas contra la pared, una bicicleta que compartía traje de lunares oxidados con nuestro amiguito el molinillo... Todos eran objetos que compartían algo con él, además de su tono oxidado. Eran como despojos de tiempos felices; cacharros que habían sido útiles en su juventud, cuando solían trabajar a destajo para transportar, lavar, entretener, escribir o sacar punta a los lápices. Lo que Mamá llamaría "trastos viejos".
El chico lo sacó de la bolsa, le abrió la cabecita de metal y con un pañuelo le limpió delicadamente los rastros de una época en la que el café se hacía diferente. Después continuó el proceso con el cajoncito de metal. Lo cerró todo y se lo llevó a la cocina para colocarlo entre una vieja cafetera express y una figurita de un mono de metal con platillos.
Enseguida supo que ahí sería feliz.
Rodeado de viejas glorias de la cotidianeidad del hogar y disfrutando de un acceso privilegiado a unas preciosas vistas del centro de Madrid que se proyectaban desde un gran ventanal que llenaba de luz toda la cocina.
A la mañana siguiente el reloj de pared redondo marcó las 7 y media. El chico entró por la cocina con cara de haber terminado una lucha reciente entre la vigilia y el sueño y se acercó a preparar tostadas para el desayuno en una reluciente tostadora nueva.
Esto ya se lo sabía de memoría. Había pasado ya cientos de veces. Abriría el cajón de encima de la nevera o el armario que tenía a su izquierda y sacaría un saquito de esos comprimidos de café molido... o quizás tendría guardada la máquina esa de la que le había hablado el vecino a Mamá una tarde tras haberle invitado a tomar la merienda, "¿Pero sigues utilizando la cafetera express? Mujer, si ahora con las máquinas de café instantáneo te ahorras un montón de tiempo". Algo habitual para él, relegado a trasto inútil de cocina.
Sin embargo, tras sacar las tostadas y la mermelada de la nevera se acercó a él y lo colocó en la mesa. Sacó del armario un saquito diferente a todos los que habia visto desde hace tiempo. Esta vez no eran granos molidos, sino puros granos de café. No se lo podía creer. Ya ni recordaba su forma, su textura...
Le abrió la cabecita y se la llenó de granos hasta que no cupieron más. Lo plantó en la mesa y empezó a darle vueltas a su manivela.
No funcionaba. No daba vueltas.
Más tarde recordaría que algo parecido le pasó al rallador de queso con el que compartió lugar en la cocina durante años. Una vez dejó de girar la manivela y antes de que pudiese despedirse de él, cayó por el agujero de la papelera.
El chico empezó a ponerse rojo e hizo fuerza. cada vez más fuerza, y más fuerza, y más... Hasta que no pudo más y lo soltó.
"Es el fin" pensó él. "Ahora sí que ya no sirvo para nada". Tantos años había estado esperando una oportunidad y ahora ya era demasiado viejo.
El chico volvió al rato con un destornillador y un martillo. "No, déjame al menos de una pieza" suplicó en silencio.
Lo cogió por abajo y le sacó todo el café sin procesar. Ahí estaba con el instrumental necesario para convertirlo en pedazos de hojalata.
"Déjame de una sola pieza, por favor, de una sola pieza..."
En ese momento, el chico empezó a urgar en sus engranajes y de pronto:
"crac crac".
El chico paró, dejó el destornillador encima de la mesa, cogió una pinzita que tenía entre los cubiertos y con ella le sacó un pedazo de grano de café.
Debía estar dentro desde la última vez que Mamá lo usó. Al chico se le debió pasar al hacer la limpieza con un pañuelo.
Nuestro molinillo estaba con su corazoncito de lata en un puño. "Ahora es mi momento" pensó.
Ya con el café de grano puesto otra vez dentro, el chico comenzó de nuevo a darle vueltas a la manivela.
Ahora sí. Un rayo de sol de la primera mañana entraba por la ventana mientras nuestro amigo disfrutaba moliendo café. Los granos se destruían con la facilidad de antaño y tras unas cuantas vueltas de manivela el café estaba preparado. Le abrió el cajoncito y ahí estaba. Café recién molido listo para la cafetera.
...
Cuando el chico terminó su café, se levantó de la mesa para lavar la taza y la cafetera.
Después se dispuso a limpiar su reciente molinillo de café cuando notó, extrañado, como una lagrimita que parecía salir del lugar donde se ponía el cafe sin moler recorría todo el cuerpo azul de lata.